“Viaje literario” (Editado)
Eran las seis y algunos minutos de la tarde, en un día de
Julio, y el molesto frío estaba colgándose de mis pantalones y metiéndose en
mis zapatillas. Había salido del consultorio de la dentista que me atiende. Una
mujer vieja con una sonrisa impecablemente desagradable que tiene que arreglar
mis imperfecciones dentales.
Luego de caminar unas cuadras llegué a la parada del
colectivo para volver a mi casa. Ya había perdido un colectivo y calculé que el
próximo iba a tardar, pero como el frío era insoportable y asqueroso, al igual
que mi dentista, mi mal humor comenzaba a ascender a medida que pasaba el
tiempo y el bondi no venía. Finalmente, luego de aproximadamente treinta
minutos, llegó el bendito colectivo 343. Estaba un poco lleno el transporte,
pero no lo suficiente como para morir de asfixia por los apretujones de la
gente. La primera parte del trayecto viajé parada y me estaba empezando a
cansar un poco. Tenía dos libros en mi cartera, pero se me hacía imposible
concentrarme en un colectivo, estando parada y con dolor de cabeza.
De repente, mi vista
se dirigió hacia uno de los asientos de adelante, de esos que están puestos al
revés, para que la gente vea el camino que está dejando y no puedan observar
hacia dónde van. Estaba sentada una chica, supongo que tendría veinte años o
más. Era una chica pelirroja, pero una auténtica pelirroja, no era teñida, su
cabellera realmente era rojiza y se asomaban algunas pecas en sus mejillas. Era
una chica pálida, tan pálida que podría ser la novia del invierno.
La chica tenía un bolso sobre su regazo y en un momento sus
manos enguantadas sacaron de allí un pequeño libro gris y azul. Comencé a
observar más detenidamente a esa joven, tratando de averiguar qué estaba
leyendo. Al principio no pude descubrir qué era lo que leía, pero no paraba de
generarme intriga. Al mismo tiempo trataba de mirar disimuladamente, para
evitar que la gente o esa chica piensen que soy algún tipo de acosadora. En un
determinado momento un asiento se desocupó y me senté allí. Delante del mío
había una mujer y enfrente de esa mujer estaba la chica leyendo detenidamente,
aunque en algunos momentos levantaba la vista como para asegurarse de no
haberse pasado la parada donde tenía que bajar.
Me encontraba en un buen lugar si no fuera porque había una
persona adelante mío. Además, mi miopía no me ayudaba en la situación en la que
me encontraba. Miraba y miraba el libro
de esa joven, en la tapa, el título estaba escrito en letras muy chicas, y eso
me desesperaba más todavía. Ella levantaba el libro, lo bajaba para mirar dónde
se encontraba, interrumpía la lectura para responder un mensaje de texto.
Volvía a leer, movía sus labios, hacía gestos, fruncía el seño, pasaba las
páginas. Miraba la parte de atrás del libro y así sucesivamente. Manipulaba ese
preciado objeto como ella quería, se apoderaba de esas páginas, de esas
palabras. Podía dejarlo cuando quisiera y volver a agarrarlo. Hasta podía leer
la última frase de la última página y arruinarse el final en un terrible acto
masoquista, típico de lector que sufre de ansiedad (como es mi caso).
En fin, la cuestión es que no me iba a rendir tan
fácilmente, no me iba a bajar de ese colectivo sin saber qué estaba leyendo esa
joven pelirroja. Hasta pensé en preguntarle pero eso sería demasiado para mí;
tal vez, si fuera menos tímida y más caradura podría hacerlo. En mi afán por
averiguar esto recordé que tenía mis anteojos en la cartera. Es algo raro en
mí, salir de mi casa con anteojos, pero por alguna extraña fuerza sobrenatural
los guardé ahí adentro.
Cuando me puse los anteojos, la mujer adelante mío se
levantó. ¡Perfecto! Este era mi gran momento para averiguar el título del libro
y el nombre del autor. Una vez que me dispuse a leer el titulo, la chica tapó
con su mano la tapa del libro… ¡No! ¡¿Por qué?! Tenía que averiguarlo, tenía
que ver lo que leía. No me pregunten por qué, simplemente debía hacerlo,
supongo que a cualquier persona que le gusta leer, cuando ve a alguien que está
con un libro en la mano en un tren, colectivo o subte no puede evitar observar lo
que está leyendo ese individuo. Es algo que se debe hacer para poder conocer
más libros y autores o por lo menos para pasar el tiempo en el viaje.
Era inútil, ella había bajado el libro y tapaba el titulo
con su mano, parecía que lo hacía a propósito, ¡Qué lectora más egoísta! Justo
cuando estaba a punto de rendirme, ella volvió a levantar el libro y pude leer
el nombre del autor: Anónimo…era un anónimo. En el título se leía “Cien maneras de regresar de la muerte”.
Un título bastante raro para una novela, pero en fin, había resuelto mi enigma
o por lo menos eso creía. Luego de dos
paradas más, ella se bajó del colectivo y yo apoyé mi cabeza contra la
ventanilla pensando que debía escribir sobre este acontecimiento que solo
ocurren en los lugares cotidianos y en los transportes públicos.
Una vez que llegué a mi hogar me dispuse a buscar esa novela
por internet, ya que jamás había escuchado ese título. Cuando puse en el
buscador el nombre de la novela inmediatamente empezaron a aparecer un montón
de cosas que no tenían nada que ver con ese libro. No encontré nada,
absolutamente nada. Busque otra vez por internet novelas con autores anónimos y
no obtuve respuesta. Finalmente llegué a la conclusión de que el único ejemplar
de ese libro lo tenía esa chica y nadie más.
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